1. El Estado y la ley
El Estado español se fundamentó en América a través de la violencia basada en el derecho de guerra, ocasionando un largo debate entre los teólogos Francisco de Vitoria, Bartolomé de Las Casas y Ginés de Sepúlveda. La guerra española disfrazó una guerra injusta, que era movida por la soberbia y avaricia de riquezas, por una justa, con el objetivo evangelizar y amparar a los indios de la tiranía de sus gobernantes. Una justificación divina del traspaso del poder del imperio inca al imperio español lo explicó claramente Juan Solórzano Pereyra en el siglo XVII:
[…] que Dios Nuestro Señor que lo es universal y absoluto de los reynos e imperios, los da, quita y muda de unas gentes a otras por sus pecados o por otras causas que de su soberano juicio dependen [por cuyo atributo] parece se sirvió de dar este del nuevo orbe a los Reyes de España, como se lo tenía anunciado los lugares de la Escritura […][1]
De esta manera, el gobernador legítimo de las “Indias” era el rey de España porque representaba la voluntad de Dios, quien había castigado a los indígenas por pecadores. De ahí que en las primeras legislaciones españolas se hacía énfasis a la palabra “pacificación”, entendiendo que los españoles llegaron a América para organizar lo desordenado.
Para Thomas Hobbes el Estado surge para evitar que los hombres se destruyan en una guerra por adquirir posesiones comunes. Para alcanzar la conservación de sí mismos, los hombres establecen un pacto social, creando un hombre artificial denominado Estado, que representa al dios mortal o el gran leviatán bíblico, quien fabrica las cadenas legislativas y utiliza la fuerza y el terror para garantizar la paz y seguridad que los hombres anhelan. Y la obligación de los súbditos con respecto al soberano comprende lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos.[2]
Siguiendo a John Locke, el gobierno civil no tiene su origen en la sucesión familiar, en la fuerza o en el don divino. Ésta tiene su origen la propia naturaleza humana, la cual exige un estado de perfecta libertad e igualdad, puesto que todos los hombres son iguales por compartir la misma naturaleza, donde su fundamento es la ley natural, es decir la razón: «El estado de naturaleza tiene una ley de naturaleza que lo gobierna y que obliga a todos; y la razón, que es esa ley, enseña a toda la humanidad que quiera consultarla, que siendo todos los hombres iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones».[3]
Por su parte, J. Rousseau expresa que el más fuerte no es lo bastante fuerte para ser siempre señor, si no transforma su fuerza en derecho y obediencia del deber; es decir si el deber no se ejecuta por consentimiento sino porque está forzado, entonces ¿Dónde está la legitimidad del deber, sólo en la fuerza? Al respecto, ejemplifica:
Todo poder emana de Dios, lo reconozco, pero toda enfermedad también. ¿Estará prohibido por ello, recurrir al médico? ¿Si un bandido me sorprende en una selva, estaré, no solamente por la fuerza, sino aun pudiendo evitarlo, obligado en conciencia a entregarle mi bolsa? ¿Por qué, en fin, la pistola que él tiene es un poder?
Convengamos, pues, en que la fuerza no hace el derecho y en que no se está obligado a obedecer sino a los poderes legítimos. Así, mi cuestión primitiva queda siempre en pie.[4]
Queda así comprobado que el deber no se fundamenta en la fuerza sino en la convicción consensual de obedecer lo que se considera justo, siendo la voluntad y no la obligación la que prima. Pero ¿qué ocurre cuando no se dispone de libertad de elección, por ejemplo la de un esclavo?
En cuanto a la esclavitud, Rousseau afirma que si bien la guerra es un mecanismo para conseguir esclavos, puesto que el vendedor tiene derecho de matar al vencido, y éste puede comprar su vida a expensas de su libertad, aunque la guerra no es una relación de hombre a hombre sino de Estado a Estado, en la cual los particulares son sólo enemigos accidentalmente. Para legitimar la esclavitud, la relación debe ser bilateral: el conquistador se beneficia del servicio del esclavo y éste de los insumos necesarios para su subsistencia. Pero, por lo general, el amo es el único que se beneficia abusando del esclavo, dejando que éste sobreviva por sus propios medios. Es decir, en vez de que los esclavos consigan su subsistencia, su dueño saca de ellos la suya.[5]
Siguiendo los parámetros de la necesidad de ser esclavo para sobrevivir, la relación con el amo debería ser el de una venta, puesto que sería irracional darse gratis, pero por lo general la gratuidad fue un concepto manipulado por los dominantes. Ahora ¿pueden existir deberes sin tener derechos? Se cree que no, puesto que ambos conceptos están íntimamente relacionados, es una correspondencia la una con la otra. Entonces, ¿se puede considerar legítimo disolver el pacto amo-esclavo? La respuesta a esta interrogante se explicará a mayor detalle en el tercer capítulo.
Para Max Weber, el Estado como “empresa de dominación” que requiera una administración permanente necesita, de una parte, la orientación de la actividad humana a obedecer a los señores portadores del poder legítimo y, de la otra, el poder de disposición sobre aquellos bienes que sean necesarios para el empleo del poder físico: el equipo de personal administrativo y los medios materiales de la administración. De ahí que el Estado moderno es una asociación de dominación con carácter institucional que ha tratado, con éxito, de monopolizar dentro de un territorio la violencia física legítima como medio de dominación y que, a este fin, ha reunido todos los medios materiales en manos de su dirigente y ha expropiado a todos los funcionarios estamentales que antes disponían de ellos por derecho propio, sustituyéndolos con sus propias jerarquías supremas.[6]
Tomando el enunciado de Thomas Hobbes, que el Estado se funda sobre el “miedo a la muerte”,[7] a diferentes maneras de entender la muerte correspondería diferentes tipos de Estado. Según Augusto Castro, el miedo a la muerte es el “miedo por excelencia” y es un medio que puede ser manipulado para consolidar, legitimar o conquistar el poder. La decisión de preservar la vida no corresponde a uno mismo, sino a los otros. El terror es la exacerbación del miedo y, por ello, ha cumplido un papel político: generar y producir terror es un instrumento de la acción política tanto de grupos armados como del Estado mismo. Pero el objetivo del Estado no es la guerra sino la paz, puesto que el Estado surge para garantizar la vida de los seres humanos. Al decir que el Estado nace del “miedo a la muerte”, ante el terror engendrado por nuestros enemigos, significa que nace para afirmar el derecho a la vida. Así expresar “no tener miedo a la muerte” significa afirmar la existencia de un corpus social y estatal que ha logrado revertir las condiciones adversas de la existencia humana y que se proyecta al pleno desarrollo de la vida humana.[8]
2. El sistema jurídico colonial
Una característica principal del Antiguo Régimen preilustrado es el suplicio en forma de ritual y espectáculo público que ha sido el método predilecto para arrancarle la verdad al reo.[9] Según Michel Foucault, a fines del siglo XVIII, y principios del XIX, el sombrío teatro punitivo comienza a extinguirse y, a razón de esto, encuentra métodos más púdicos, dejando de lado el martirio prolongado por una muerte instantánea: se crea la guillotina.[10] Asimismo, el órgano judicial busca que las penas no estuvieran al capricho de los jueces, sino que la tipificación de los delitos se haga universal, decretando leyes fijas, de modo que los ciudadanos sepan a lo que se exponen y los magistrados no sean más que el órgano de la ley.[11]
En la América española, el sistema punitivo prorroga el cambio, prolongándose al proceso de Independencia. La sanción del delito era considerado por la Iglesia como el remedio para la expiación de los pecados, que a su vez, se dividían en espirituales y corporales, siendo el suplicio el método idóneo para arrancarle la verdad al reo. Sin embargo, para fines del siglo XVIII, la intelectualidad española aboga por la extinción de la tortura por forzar un testimonio dubitativo y por aplicarse a individuos de condiciones humildes. Consecuentemente, al recuperar Fernando VII su trono, si bien declaró nula la Constitución de Cádiz, abolió la tortura en 1814. Para 1821, con la proclamación de la independencia de Perú, se crea la alta cámara de justicia, declarando nulas las leyes españolas y marca el principio del derecho peruano civil y penal.[12]
El poder del Estado colonial se basa en la combinación coactiva de la política y la religión, que acondicionan los principios teológicos del cristianismo para justificar su dominación amparada en la obediencia a Dios y al status quo, legitimada por la violencia legalizada. El adoctrinamiento del poder divino del Estado se fortalecía en la convicción de que la justicia provenía de las revelaciones de Dios y su predilección por el orden social. La justicia colonial fue una organización ficticia al considerarse que se hacía de forma imparcial y justa, cuyo objetivo era crear una sociedad honesta. La tipificación estamental y étnica sirve como referencia de la justicia para dictaminar sentencias, cuya “imparcialidad” se traduce en guardar las apariencias de hacer cumplir la ley.[13]
2.1. Los códigos jurídicos
El Derecho Indiano es el que rigió en América tras la conquista por los españoles. Se tuvieron que dictar nuevas normas para hacer frente a las situaciones hasta ese momento desconocidas: nuevas circunstancias sociales, económicas, étnicas y geográficas del Nuevo Mundo que no encuadraban en los preceptos rígidos del Derecho Castellano, por lo que se hacía necesario dictar nuevas normas destinadas a asegurar una mejor administración de América, respetando algunos estatutos indígenas preexistentes.[14] El cuerpo legislativo del Estado colonial estaba constituido por tres códigos principales:
a) Las Siete Partidas de Alfonso X
Este libro de fuero también es conocido como “Espéculo” para distinguirlo de otros del mismo título, teniendo en cuenta que en su prólogo expresa que es “espejo del derecho”, su elaboración se da entre 1256-1265, afirmando el rey Alfonso su potestad legislativa y su aplicación por el tribunal del rey.[15] Las Siete Partidas son las siguientes:
- Primera partida: 24 títulos sobre el estado eclesiástico y la religión cristiana (Derecho Canónico).
- Segunda partida: 31 títulos sobre los emperadores, reyes y grandes señores de la tierra (Derecho Político).
- Tercera partida: 32 títulos sobre la justicia y como se ha de hacer ordenadamente en cada lugar por palabra de juicio y por obra de hecho para desembargar los pleitos. (Derecho Procesal y Derecho Real).
- Cuarta partida: 27 títulos sobre los desposorios y el parentesco (Matrimonio, estado de las personas y familia).
- Quinta partida: 25 títulos sobre los empréstitos, comercio y contratos (Contratos en general).
- Sexta partida: 19 títulos sobre los testamentos y la herencia (Derecho Sucesorio).
- Setena partida: 34 títulos sobre las acusaciones y maleficios que los hombres hacen y la pena que merecen (Derecho Penal).[16]
b) La Recopilación de leyes de Indias
Durante el reinado de Carlos II se promulgó la Real Cédula del 18 de mayo de 1680, que dio fuerza legal a la Recopilación de las Leyes de las Indias, conjunto de disposiciones jurídicas, que se considera una obra monumental ordenadas en 9 libros, que contienen alrededor de 6.400 leyes. La Recopilación de 1680 es de gran importancia para conocer los principios políticos, religiosos, sociales y económicos que inspiraron la acción de gobierno español.[17] El Derecho Indiano propiamente dicho se integró con la Nueva Recopilación española promulgada en 1567 para regular los organismos americanos, a las que se suman las leyes que intentaban dar solución a nuevos problemas, y las interpretaciones de esa legislación. Consta de los siguientes 9 libros:
- Libro primero: 24 títulos acerca de la Iglesia en Indias, el Real Patronato, los clérigos y religiosos, colegios y universidades.
- Libro segundo: 34 títulos dedicados a la organización del gobierno indiano, Consejo de Indias, Audiencias, etc.[18]
- Libro tercero: 7 títulos con las funciones de Virreyes y Gobernadores, y asuntos de guerra y defensa.
- Libro cuarto: descubrimiento, colonización y población, fundación de ciudades, obras públicas y minería.
- Libro quinto: 15 títulos sobre Gobernadores, alcaldes, médicos y escribanos, procedimientos judiciales y juicio de residencia.
- Libro sexto: 19 títulos referidos a los indios, reducciones, misiones, repartimientos, tributos, protección de los indios.
- Libro séptimo: 8 títulos sobre jueces, pesquisidores, represión de juegos de azar, prófugos, vagabundos, maridos ausentes, negros, mulatos, etc. [19]
- Libro octavo: 30 títulos que organizan la Real Hacienda.
- Libro noveno: 46 títulos que regulan la organización comercial, correos, bienes del difunto, tránsito de pasajeros, navegación, piloto mayor, etc.[20]
c) La Novísima Recopilación de leyes de España
Se difunde desde mitad del siglo XVIII la idea de codificación en Europa. Encargado por Carlos IV se sanciona en 1805 “La Novísima Recopilación de Leyes de España”. En 1808 se publica un suplemento con leyes posteriores, para mantenerla actualizada. Pero, realmente fue una adición de la Novísima Recopilación de Felipe II, de 1567. En Perú fue adoptada durante el proceso de Independencia y se extendió su aplicación hasta mediados del siglo XIX.[21]
En resumen, las Siete Partidas de Alfonso X, en 1256, logró unificar los planteamientos teóricos del carácter de Estado y los criterios de aplicación penal tienen autoridad en distintas épocas, cuyas leyes sirvieron de referencia jurídica aplicable a todos los estamentos sociales de Perú. La Recopilación de Leyes de Indias de 1680, tiene leyes penales, pero adolece de un carácter orgánico completo del proceso penal, de la tipificación delictiva. Se limita a ofrecer una idea general de organización institucional de Real Audiencia y de los nuevos delitos en el proceso de colonización. La Novísima Recopilación española de 1805, fue el último código que se utilizó en Perú. Se intentó dar una racionalidad delictiva, pero, al igual que su predecesora, tampoco subsanó los vacíos jurídicos de los delitos. Así, por falta de precisión de las leyes indianas, las Siete Partidas fue el supletorio de todas las leyes hispanas.[22]
2.2. Orden de prelación
Al existir normas contradictorias entre el derecho indiano y el derecho castellano se dio un orden de prelación para la ejecución de las leyes, desde las más recientes a las más remotas.
1º) El Derecho Indiano, de la más específica a la general, de ley más moderna a la más antigua.
2º) Las Leyes de Castilla, reunidas en la Nueva Recopilación de 1567, y las posteriores, siempre que hubieran pasado por el Consejo de Indias o por la Secretaría de Indias después de 1716.
3º) El Fuero Real y el Fuero Juzgo.
4º) Las Siete Partidas de Alfonso “El Sabio”, muy usadas en la práctica porque contenían normas de Derecho Privado y Procesal, que faltaban en el Derecho Indiano.[23]
Por la insuficiencia del carácter orgánico completo del proceso penal en la Recopilación de las Leyes de Indias, los jueces asumían un criterio arbitrario en sus fallos, resultado de la anomalía de las leyes penales, recurriendo a las Siete Partidas como supletorio de todas ellas.[24] Las leyes de indias fueron “letra muerta” en América, muchas de las disposiciones que favorecieron a los indígenas no llegaron a cumplirse y muchos condenados obedecieron a una ley arbitraria dictaminada por el capricho de los jueces. Si se emitían juicios en favor del oprimido se hacían por las simples promociones convenidas por parte de la real justicia para soslayar el abuso y las preferencias en los juicios de élite, pues el buen gobierno se establecía como una metáfora que ocultaba la continuidad y el usufructo de la servidumbre.[25]
De lo anteriormente expuesto se puede inferir que el Estado colonial se impuso a través de la ley del más fuerte. Adaptó sus propias leyes ibéricas al contexto americano, rompiendo la estructura orgánica de los nativos, quienes terminaron por imitar al vencedor. Asimismo, los españoles consideraron a los indígenas como “menores de edad” e incapaces de aplicar leyes certeras —de ahí que la mayoría de indios tenían que recurrir al tribunal español para solucionar sus problemas—. Después de la rebelión de Túpac Amaru, la única forma para que los indios entraran a la política (cacicazgo y alcaldía) era a través del servilismo, es decir, que colaboren con los españoles y criollos en el sostenimiento del poder colonial. Esta alianza generó el rechazo de los indios a sus autoridades.
Asimismo se concluye que desde el tardío siglo XVIII, la Europa ilustrada buscaba reglamentar leyes específicas y certeras para cada tipo de delito, con el objetivo de que los ciudadanos sepan a lo que se exponen y los magistrados no sean más que la ejecución inquebrantable de la ley. Por el contrario, España y sus colonias fueron letárgicas en ese cambio. Después de las leyes de las Siete Partidas (1256-1265), los legisladores españoles no pudieron elaborar un corpus más completo y acorde a los nuevos tiempos. Por ello, en lo concerniente a las sanciones punitivas, casi siempre se recurría al antiguo código medieval. Sin embargo, en América la ley se relajaba, puesto que los jueces en la mayoría de casos actuaban a su propio arbitrio y, más aún, las pesquisas eran tan deficientes que los reos solicitaban fianzas alegando falta de pruebas contundentes.
Referencias:
[1] Solórzano Pereyra, Juan. La política Indiana. Tomo I. Madrid, 1739, Libro I, cap. IX.
[2] Hobbes, Thomas. El Leviatán: o la materia, forma y poder de una república eclesiástica y civil. México: Fondo de Cultura Económica, 1980, Cap. XVII, XXI.
[3] Locke, John. Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil. Un ensayo acerca del verdadero origen, alcance y fin del Gobierno Civil. Madrid: Alianza, 1998, cap. 2, p. 38.
[4] Rousseau, Juan Jacobo. El contrato social o principio del derecho político. Elaleph, 1998, cap. III, p. 8.
[5] Ídem, cap. IV, p. 8-11.
[6] Weber, Max. El político y el científico. Madrid: Alianza Editorial, 1979, pp. 87-92.
[7] Hobbes, Thomas, óp. cit, cap. XX.
[8] Castro Carpio, Augusto. “El terror como ejercicio del poder”. En Rosas 2005: 275-280.
[9] Cf. Foucault, Michel. Vigilar y castigar: el nacimiento de la prisión. Traducción de Aurelio Garzón del Camino. Buenos Aires: Siglo XXI, 2003, pp. 40-41.
[10] Ídem, pp. 16-20.
[11] Ídem, pp. 93-94.
[12] Torres Venegas, Juan Carlos. “Poder y justicia penal en Lima: 1761-1821”. Investigaciones Sociales. Lima, año XII, número 20, 2008, pp. 265-269.
[13] Ídem, pp. 254-257.
[14] Cf. Jiménez, Luciana y Matías Castro de Achával. Historia del Derecho. Córdova, Argentina: Universidad Empresarial Siglo 21, 2008, pp. 51-52.
[15] Ídem, p. 38-39.
[16] Real Gobierno de Alfonso X. Las Siete Partidas. Diversas ediciones.
[17] Jiménez, Luciana y Matías Castro de Achával, óp. cit., p. 54.
[18] Real Gobierno de Carlos II. Recopilación de las leyes de los reynos de las Indias. Tomo I. Segunda Edición. Madrid: Antonio Balbas, 1756.
[19] Ídem, Tomo II. Tercera Edición. Madrid: Antonio Pérez de Soto, 1774.
[20] Ídem, Tomo III. Tercera Edición. Madrid: Andrés de Ortega, 1774. Ídem, Tomo IV. Quinta Edición. Madrid: Boix, 1841.
[21] Jiménez, Luciana y Matías Castro de Achával, óp. cit., p. 38.
[22] Torres Venegas, Juan Carlos. óp. cit. pp. 258-259.
[23] Jiménez, Luciana y Matías Castro de Achával, óp. cit., p. 53.
[24] Torres Venegas, Juan Carlos. óp. cit., p. 259.
[25] Tord Nicolini, Javier y Carlos Lazo García. “Economía y Sociedad en el Perú Colonial”. Historia del Perú. Tomo V. Lima: Juan Mejía Baca, 1980, p. 20.